miércoles, 23 de abril de 2014

Romper sin romperse en el proceso V


Rompieron. Fueron algo y ya no lo son. Es decir, cada uno sigue siendo, pero ya no son lo que eran en común. Se despidieron. Torpemente. Porque cuando dos personas se aman pero toca romper, las despedidas son torpes a la fuerza. Si no lo fueran, se sentiría más raro aun.

Ella lo eliminó de su Facebook, Twitter, Instagram, Whatsapp, etcétera. No lo hizo como un gesto vindicativo, mucho menor por rencor ni amargura. Lo hizo simplemente porque era necesario, porque es lo que se debe hacer para iniciar el proceso.

El se colgó de la pantalla de su laptop y de su smartphone, pendiente a cada cambio de estado, cada tweet, cada post, cada foto nueva, cada comentario. Como ya no eran, persiguió su rastro digital, quizás soñando que si lo seguía bien, si no perdía la débil estela de su rastro, este lo llevaría de regreso a ella.

Ella dejó de frecuentar los lugares comunes. Se despidió con gracia de las personas comunes. Evitó las cosas comunes. No se trataba de negar, reprimir o eliminar todo rastro de su presencia. Era tan solo la comprensión de que los constantes recordatorios no eran necesarios, mucho menos útiles al proceso.

El se pasó horas, días, semanas y meses recorriendo sus pasos en retroceso. Quizás pensó que se toparía con ella, en vez de con recuerdos y fantasmas de lo que fue, pudo haber sido y ya no sería. No se despidió de nadie, pero en esos breves instantes de lucidez, quizás notó la extraña ausencia de las personas comunes. “Se fueron igual que ella” habrá pensado. Las cosas communes las dejó en su lugar. Intocables, inamovibles reliquias. Su depa se volvió una especie de santuario, lleno de momentos congelados en el tiempo. La fosilizó en su memoria.

Ella cambió sus rutas. Si, ahora llegar a su destino le tomaría varios minutos más, pero le ahorraría el tener que preguntarse por qué seguía pasando por la misma calle una y otra vez.

El pasaba sus horas manejando “casualmente” frente a su nuevo lugar de residencia. No sabía que le provocaba más ansiedad, la posibilidad de que no la vería, o la posibilidad de que si. No se le ocurrió que la serendipia, mucho más sabia que él, no permitiría el accidente.

Ella se rodeó de sus amigos y de sus personas cercanas. No para que le recuerden constantemente que estaba en proceso de su duelo, sino para cambiar de tema, desconectar sanamente, disfrutar, reír, porque definitivamente había roto pero definitivamente no estaba rota.

El mandó a todo el mundo al diablo. No contestaba las llamadas, los textos, los mails. Evitaba a todo el mundo. No quería saber de nada ni de nadie. Mientras ella salía del caparazón, el encontró un recoveco aún más recóndito dentro del suyo donde ocultarse, lamerse las heridas, escarbar las costras y reabrirlas para que sangren y supuren un poco más.

Ella empezó a escuchar a Mozart y se metió a tae-bo, igual que la chica en la canción de Train.

El se encerró en su depa, escuchando “Drops of Jupiter” una y otra vez en un loop infinito e interminable.

Ella recordó que hay espacio para crecer.

El se aisló tanto, que se quedó sin espacio para hacerlo.

Ella rompió sin romperse.

El no pudo romper, así que se rompió.

Una de las peores cosas que se pueden hacer durante el proceso de ruptura y/o duelo es aislarse. Una cosa es buscar espacios para la soledad, otra cosa muy distinta hacer de la soledad la única compañía. Pasar tiempo con otras personas importantes en nuestras vidas después de una ruptura realmente puede ayudar a aliviar el dolor y hacer la transición más suave.

Salir con los amigos, llamar a los miembros de la familia, empezar una actividad o proyecto nuevo, dedicar tiempo a uno mismo. Cuanto más apoyo tengamos, menos solos nos sentiremos y será más fácil seguir adelante. Porque no se puede seguir en retroceso toda la vida, entre personas, lugares y cosas fosilizadas. - Izzy

lunes, 14 de abril de 2014

El arte de quedar pintado en una esquina.



I. Pintado en una esquina.

Odio quedar pintado en una esquina. Me pasa a menudo. Trazas un plan de acción, haces, dices, ejecutas, y cuando te das cuenta, ahí quedaste, en la maldita esquina. No te queda otra que quedarte ahí parado, sintiéndote varios gradientes de tonto, a esperar que se seque la pintura y logres hacer una salida más o menos digna (más menos que más) o confiar en tus habilidades acrobáticas y gimnásticas, que no son tan buenas como te imaginaste, para emprender la huida, el escape, la fuga; en cuyo caso, dependiendo de qué tan grande es la habitación a cuya esquina te pintaste o qué tan lejos quedaste de la puerta o de la ventana, dejarás un bello rastro de tus pisadas a lo largo de la superficie que acabaste de pintar.

A veces creo que lo mejor es la segunda opción. Claro, dejaste un desastre, pero al menos dejaste algo. Puedes mirar atrás y decir “he ahí las huellas de mi último aprendizaje, la próxima vez seguro calculo mejor”. Es parte aprender a ser más flexible y menos rígido, parte aprender a ser más humano con uno mismo y menos perfeccionista y parte aprender a reírse de uno mismo, porque de seguro no va a ser la última vez que nos pintemos a una esquina nueva, en una habitación nueva, en una casa o un depa nuevo.

II. El psicólogo/escritor, extraño hibrido.

No todos los psicólogos escriben, y no todos los que escriben son psicólogos. El psicólogo/escritor es un extraño hibrido, con el cual habría que sentarse y preguntarle: “Y vos de chiquito, ¿qué querías ser, psicólogo o escritor?” Algo me dice que la mayoría de los niños saben qué es un escritor desde mucho antes de tener la menor idea de qué es un psicólogo.

Yo no sé si de chiquito quería ser un escritor. Mentira, si se, no tenía la menor idea de que eso siquiera existía como una opción vocacional. Obvio que sabía que existían los libros, me gustaba mucho que me los leyeran desde antes de que supiera leerlos por mí mismo (o tirarme en el piso a ver los dibujitos, si no había nadie para descifrarme esos indescifrables símbolos), pero no creo haber dedicado un segundo de mi tiempo infantil preguntándome acerca de quienes los escribían.

Eso sí, desde chiquito, siempre hubo maquinas de escribir en mi casa, ¡y me fascinaban! Podía quedarme horas y horas viendo a mi mamá o a mi papá sentados frente a la máquina, tecleando, jalando la palanca que movía el rodillo, esa sinfonía de ruidos, entre teclas, rodillos en movimientos y el sonido de campanita cuando el rodillo llegaba a su punto final, me maravillaba.

Nada me divertía mas, ni me causaba mayor euforia y éxtasis infantil, que el que mis padres me permitieran sentarme frente a la máquina, pusieran una hoja en blanco en el carril y me dejaran escribir. Y ahí estaba yo, tirando teclas como loco, escribiendo… aunque tenía 4 o 5 años y todavía faltaba mucho para que me enseñaran a escribir.

Mi fascinación por los teclados se manifestaba en cuanto bendito objeto con teclas se cruzara en mi camino en mi día a día y no se salvaban máquinas de escribir, pianos, cajas registradoras, teléfonos, calculadoras, computadoras (claro, muchos años después, cuando las descubrí), etc.

III. Hermosas huellas.

Si bien hay muchas cosas de mi infancia que fui dejando atrás, la fascinación por las teclas, por los teclados y por escribir sigue intacta. Ese chiquito de 4 o 5 años no pensaba ser psicólogo cuando fuera grande, ni tenía idea de lo que era la sexualidad (o si la tenia, pero sin tener idea de saberlo), solo sabía que le fascinaba escribir (aunque no supiera hacerlo y aunque por muchos años disfrutara mucho más el dibujar que el escribir y se imaginara a sí mismo como un dibujante antes que como un escritor), pero por fortuna la psicología y la sexualidad hicieron un buen clic con mis ganas de escribir. Me dan tema.

Por lo menos me quedan dos cosas claras: La primera es que me encanta escribir y las teclas continúan fascinándome. La segunda es que voy a seguir pintándome en una esquina de vez en cuando y de cuando en vez. ¿Y saben qué? Estoy bien con eso, porque tanto la tinta como la pintura secan y dejan una hermosa huella. - Izzy

viernes, 11 de abril de 2014

“Signos aliados a la empatía" (colaboración con Rella Rosenshain, publicada en Vivir+, La Prensa, 11 de abril, 2014).

“Los emoticonos le dan ese toque ´visual´ que a la comunicación escrita a veces le falta. ¿Cuántas veces, cuando alguien nos envía una carita feliz o triste, hacemos una imagen mental de aquella persona y la imaginamos reflejando aquella emoción que vemos en el emoticono? ¡Los emoticonos parecen activar nuestra empatía! Muchos terapeutas usamos los emoticonos en terapia..."

miércoles, 9 de abril de 2014

Esther Díaz: La irreverente vida sexual de una mujer mayor.

¿Qué les puedo decir? Me enamoré de Esther Díaz a la primera leída. Doctora en filosofía, epistemóloga, autora y ensayista de 75 años, profesora de la UBA y de la Universidad de Lanús, Argentina, y una mujer que tiene muy clara su sexualidad, ¡y eso enamora!

Me encantó su historia y la manera en que se ha empoderado de su sexualidad, sin culpas ni tabúes. A riesgo de repetirme, ¡está clarita! Esther nos recuerda que la sexualidad no tiene género ni edad y que al final del día, el vivirla sana y plenamente depende más de nuestros “¡Sí!” y menos de los “¡No!” que los demás nos han metido en la cabeza desde la infancia.

Los invito a leerla con la menta abierta, a ver si de repente también se enamoran de ella y de su asertividad sexual, y por efecto rebote, ¡se enamoran más de ustedes mismos y de la propia!




"Me apasioné con la estética del rock. Cuero, tachas, crestas, Pink Floyd y toda la parafernalia que en los dorados sesenta no pude gozar porque me la pasaba lavando pañales (no existían descartables). Con mi nuevo look dictaba clase en el CBC, donde fui profesora titular de Pensamiento Científico durante veinte años."





La irreverente vida sexual de Esther Díaz.

A partir de los cincuenta años mi vida sexual comenzó a ponerse interesante. Antes, lo obvio para una chica de mediados del siglo pasado.

Calenturas insoportables hasta el día del casamiento, sexualidad matrimonial domesticada hasta el día del divorcio. Después, los tiempos del sexo compulsivo y culposo. Es duro conocer varios cuerpos cuando por tradición, familia y religión te convencieron de que lo correcto es uno solo y para toda la vida. Hay que lidiar con eso.

Me inicié en la práctica sexual a los 21 años, no sin haberme provisto de las dos libretas que me habilitaban legal y religiosamente a acostarme con un hombre. Aunque mi espíritu no era tan virgen como mi cuerpo. Pues a pesar de aceptar sin chistar todas las ñoñerías que les imponían a las señoritas de entonces, me había atiborrado con textos místicos, ocultamente pornográficos e indiscutiblemente sádicos. Con ellos alimentaba mi sexualidad reprimida y satisfacía mi masoquismo elemental. Evoco la Biblia, que leí dos veces desde el enigmático Verbo del principio hasta el catastrófico apocalipsis del final, pasando por masturbaciones, violaciones e incestos.

Fue mi segunda lectura erótica, la primera había sido el catecismo que me preguntaba si había hecho “cosas malas”; la indefinición del término lo tornaba transparente despertando oleadas de mórbida atracción. Inquiría asimismo si había gozado con alguien que me hubiera forzado. También con quién había hecho esas cosas, ¿con hombres, con mujeres, con animales? Me revelaba posibilidades inimaginables.

La moralina familiar de humildes inmigrantes españoles y el adoctrinamiento de las monjas me habían convencido de que sólo siendo adulta y casada podría acceder a esas cosas, aunque mis rudimentarios saberes las concebían mucho más ingenuas. En aquellos tiempos no se conocía tele ni internet, las niñitas de antes sólo tenían fe.

Nunca se me habría ocurrido que si me obligaban a algo “malo” podría gozarlo, tampoco que era posible hacerlo con mujeres y menos aún con animales. Esto me arrojó a un pansexualismo delirante.

“Todo lo referente al deseo me producía culpa.”

Con esa mochila penetré en la vida sexual. Mi desfloración fue en Mar de Ajó en el mítico Hotel El Águila, un lujo para nuestros bolsillos recién casados.

Deseo y enamoramiento sobraban, brillaba por su ausencia en cambio la práctica sexual, la más mínima técnica. Éramos un par de chicos inexpertos y vírgenes. Una vez le había preguntado a mi mamá de dónde venían los bebés y, por hablar de esas cosas, me trató de puta. Con mi novio nunca se nos permitió salir solos y en casa siempre había un familiar “relojeando”. Pero llegó el día. Mi flamante marido cerró la habitación y sin juego amoroso previo, en frío, a dos metros de distancia y bajo una luz humillante, me ordenó desnudarme. Obedecí con infinita vergüenza. Él se quitó torpemente la ropa y apareció ese miembro algo obsceno.

Cuando en mis célibes noches calenturientas había soñado con abrazar a Gustavo Adolfo Bécquer no imaginaba que los hombres pudieran tener tal monstruosidad entre las piernas. Me sentí descuidada.

Entre el despropósito carnal y la indiferencia existencial mi excitación se evaporó.

Pensé decepcionada ¿esto es un hombre?

Excepto el tenaz latigazo de las olas que no se cansaban de aporrear la playa, no escuché ninguna de las armonías que había imaginado para mi himeneo. Ese desencanto crucial instauró casi tres décadas de sexo desangelado.

Después de cuatro años de relación legal todo había terminado, no sin violencia. Luego, convivencias y relaciones furtivas abundantes y mediocres. Hasta mis cuarenta años contabilicé cada varón con el que me acosté. Luego corté por lo sano.

Dejé de contarlos, no de frecuentarlos.

De todos modos con el paso del tiempo disminuyó la cantidad y se incrementó la calidad; puse en valor los genitales masculinos. Bordeando mi medio siglo manó miel de las brevas.

Mis hijos se independizaron, me doctoré, opté por relaciones sin convivencia, experimenté con estimulantes y con hombres jóvenes, reciclé mi refugio de San Telmo, me llené de música y se me retiró la menstruación. Me dejó de yapa orgasmos en cascada. Fue como capturarle el código a la vida.

“Las mujeres de mi edad solemos quejarnos de las arrugas en lugar 
de festejar que el cuerpo haya dejado de escupir sangre.” 

No más ropa manchada, ni aparición justo el día de la primera cita, ni olor nauseabundo, ni temor a la preñez. En cuanto a las flaccideces, se asumen con naturalidad o se recurre a atenuantes tecnológicos. Yo opté por lo segundo.

Nuevas puertitas se fueron abriendo. En un viaje a Machu Pichu, entre apunamientos y mochilas, me regocijé calentando las heladas camas de los albergues con jóvenes compañeros de aventura. Regresé encantada: el sexo que durante años había sido una necesidad engorrosa ahora fluía con libertad. Recién entonces comprendí que mi cuerpo no se cachondea con hombres de mi edad (o mayores). Sin embargo había respetado el principio machista de que las mujeres no deben tener parejas menores que ellas.

Transgredí ese imperativo y logré mi plenitud.

Me apasioné con la estética del rock. Cuero, tachas, crestas, Pink Floyd y toda la parafernalia que en los dorados sesenta no pude gozar porque me la pasaba lavando pañales (no existían descartables). Con mi nuevo look dictaba clase en el CBC, donde fui profesora titular de Pensamiento Científico durante veinte años. Pero en la misma época en que me animé con los muchachos comenzó el reconocimiento público de mi trayectoria y –como por arte magia– se esfumaron los candidatos.

“A mayor prestigio menos hombres.”

Desde entonces sólo me abordan quienes no saben quién soy. Mis promociones académicas lograron que los colegas varones dejaran de verme como objeto erótico. Aunque una intelectual medianamente conocida espanta también a los no académicos. Una noche, en el efímero Paladium, un desconocido me invitó a un trago y acepté. El camarero me reconoció y exclamó “¡Mi profesora de la Facultad!”; el galán se esfumó.

En un período de alarmante escasez fantaseé con pagar por sexo.

No tengo prejuicio si es mutuamente consentido y entre adultos; pero les temo a las citas a ciegas y a la prostitución crapulosa. De modo que realicé una investigación sobre las posibilidades de Buenos Aires. Encontré algo que venía como anillo al dedo. Existen universitarios que, además de estudiar o ejercer su profesión, funcionan como surrogate partner . El término en inglés intenta disimular lo obvio, son prostitutos. Se relacionan con sexólogos que se los recomiendan a sus pacientes. Garantizan honestidad y buen trato. Me conectó una amiga.

Primero llamé a un porno-psicoanalista frío como la muerte. Seco y distante. Ese trato glacial apagó mis fogatas. Tampoco pasamos más allá del teléfono con un aprendiz de contador. Ofrecía sus servicios en horarios de oficina y en el microcentro. Olía a corralito bancario. Mi deseo se disolvió como lo habían hecho mis ahorros. Del tercero mejor no hablar. Era abogado. Nos encontramos en un bar. Pero cuando constató que en los comienzos de su carrera había sido alumno mío, huyó despavorido.

Fin de mi fantasía prostibularia.

“En compensación, a esa altura de mi vida se me reveló el divertido
mundo de los juguetes sexuales y los videos hot.”

Aunque vinieron con chasco, porque el señor que me incitó en realidad los quería para él y cuando los probó se tornó más pasivo que una muñeca inflable.

Transitando ya mis setenta me requirió un alto funcionario. Perfil que no cotiza en mis gustos. Pero cedí, me confesó que era transexual y se me dispararon todos los ratones. Anatómicamente nació mujer, pero se sentía varón y se vestía como tal. Había realizado la ablación de su aparato reproductor. El uso de hormonas le proveyó barba y voz de trueno. Estaba a punto de operarse para obtener genitales masculinos. Mientras tanto se arreglaba con prótesis, aunque esa palabra estaba prohibida, había que decir pene, en versión soez. Sus brazos eran férreos a fuerza de entrenar con pesas. En nuestro segundo encuentro pasó de las caricias a los apretones en partes muy sensibles de mi cuerpo. Mis protestas potenciaban su avidez. Me sometía atenazándome mientras chuponeaba agresivamente. Después de debatirme largo rato –mejor dicho de sentir la inmovilidad a la que me había reducido– emití un grito tan desquiciado que lo desconcertó. Aproveché para huir. Teníamos pocos años de diferencia, era más joven que yo pero se trataba de una persona mayor. Es obvio que, como a mí, el crepúsculo no le apaciguaba el sexo (sé que no somos los únicos).

“Entonces, ¿por qué nuestra sociedad invisibiliza el deseo de 
los viejos si el sexo no tiene fecha de vencimiento?”

Aunque ya no apremia de modo compulsivo, mi anhelo sexual sigue activo. Actualmente –como en Perú allá lejos y hace tiempo– no siento pudor de juguetear con alguien si me gusta y me siento deseada.

La última historia de amor (no la última de sexo) duró casi un decenio.

¿Cuántos años más joven?

Veintiséis. Lo conocí en Cemento, bebimos cerveza y bailamos al ritmo de Memphis, La Blusera con un Adrián Otero brillante poseído de musical locura. Luego nos fuimos tomados de la mano como si estuviéramos paseando. La dulzura con la que me despertó al día siguiente me inspiró un “te amo” que se prolongó mutuamente en el tiempo. Era casi un marginal, nada sabía de mí, con nadie la pasé tan bien, a nadie lloré tanto cuando se fue.

Hace unos meses, después de doce años, volvió por otra oportunidad. Por un instante me sentí penetrada por el fuego de la antigua pasión. Aluciné conciertos de rock, viajes en moto, abrazos interminables. Pero fui descubriendo que ese cuerpo joven escondía un alma anquilosada. La frescura de la noche de Cemento estaba irremediablemente perdida. Era un ser vetusto, una cáscara vacía. Por segunda vez en mi vida pensé ¿esto es un hombre? Me despedí con elegancia y eché a andar con pasos lentos –serena e irreversible– decidida a esperar nuevos devenires multicolores.

Esther Díaz es filósofa argentina. Entre sus libros destacan "Las grietas del control. Vida, vigilancia y caos" (Biblos) y "La sexualidad, esa estrella apagada. Sexo y poder" (Azul).

Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.

Enlace original: http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/no-ficcion/irreverente-vida-sexual-intelectual-Esther-Diaz_0_880712147.html

Esther Díaz - Página Oficial: http://www.estherdiaz.com.ar/


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Ezequiel Meilij es psicólogo clínico. Obtuvo su licenciatura en Psicología en la Universidad Interamericana de Panamá (2008) y su Maestría en Psicología Clínica en la Universidad de Panamá (2012). Además de ser el editor de Psicología Panamá y Sexualidad Panamá, es colaborador en las redes sociales para la Asociación EMDR IBA Panamá y ejerce la práctica privada en psicoterapia.

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lunes, 7 de abril de 2014

¿La pérdida del deseo sexual es equivalente a asexualidad?

"... la asexualidad es la falta de atracción sexual experimentada por el individuo a lo largo de su vida. Tales individuos reportan encuentros sexuales limitados, una incapacidad para relacionarse con otros que persiguen una actividad sexual y poco o ningún deseo sexual. Este último hallazgo ha planteado la preocupación de que, tal vez, la asexualidad representa el extremo polar más bajo..."

viernes, 4 de abril de 2014

El arte de aprender a soltar el “pensar de más”.

"Nuestra intuición nos dice muy rápidamente si algo es o no es. Es un sí o es un no. Casi siempre, si empezamos a pensarlo demasiado, es más probable que nuestra intuición nos esté diciendo “no”. O al menos “no ahora” o “no todavía”. Es un “no” o todavía no estamos listos para el “si”. Ojo, tampoco hablo de actuar sin pensar, saltar sin mirar, dar rienda suelta a la impulsividad..."